lunes, 29 de julio de 2013

Vidas grises Por Ana María Fernández *

Hay “una modalidad existencial cada vez más frecuente: la de las ‘vidas grises’: hombres y mujeres jóvenes que están, más que deprimidos, abatidos y, sobre todo –sostiene la autora–, sin disposición a afrontar ‘lo intenso’: la construcción de la propia experiencia es reemplazada por ‘hacer lo que se estila’”. Y, si no hay más remedio que afrontar lo intenso, pueden “desbordarse en crisis de angustia”.


Hay ciertas modalidades existenciales, cada vez más frecuentes en la consulta, que podrían llamarse “vidas grises”. Se trata de personas jóvenes y suelen expresar distintas modalidades de abatimiento, que es importante distinguir de las depresiones. Hombres o mujeres, muchas veces ya llegan medicados con antidepresivos o bien dicen estar deprimidos. El tono vital puede ser tan bajo que parecería tratarse de una depresión. En general presentan poca vitalidad, no muestran proyectos personales que los entusiasmen y sus vidas parecen transcurrir sin grandes convicciones. Expresan aburrimiento, poca seguridad en sus decisiones. Frecuentemente están cansados, todo les parece mucho esfuerzo. Sus vidas parecen transcurrir sin demasiadas dificultades, pero no hay relatos de felicidad. Da la impresión de que hubieran olvidado el juego, la picardía, la diversión, la seducción. Al menos, no son recursos que implementen con naturalidad. Tienen poca disposición a integrarse o interactuar con otros y tratan de evitar las confrontaciones. Dicen tener muchos amigos, pero evidencian poca práctica de vida social. Tienen buenas escolaridades. Son eficientes en sus trabajos y pueden alcanzar buenos puestos laborales. Pueden no tener dificultades económicas, pero no saben ubicar qué les gusta. Expresan pocos anhelos, pocos proyectos o falta de ellos. No encuentran nada que los entusiasme. Parecería que no supieran cómo entretenerse en el ocio. Salen poco y trabajan o estudian mucho. En algunos casos, ponen de manifiesto cierta falta de sentido de sus vidas.
Pueden mostrar apego y cariño a sus parejas cuando las tienen, pero no sabrían decir si están enamorados. En las consultas de parejas heterosexuales, expresan poco interés sexual o encuentros eróticos muy espaciados. Sin embargo, esto generalmente no constituye el motivo de consulta. Si son progenitores en período de crianza, concurren a todos lados con sus hijos, aun a actividades nocturnas, a espectáculos, a conferencias. Los abruma no encontrar aprobaciones de sus padres o sus pares para sus conductas, aun las más intrascendentes. Y sus fórmulas más frecuentes suelen ser: “Todo bien”, “No sé”, “Todo tranquilo”.
Por los relatos que traen de su vida cotidiana –en lo laboral, en lo sentimental, en lo familiar, en la relación con los amigos– parecería que no tienen el hábito de expresar sus opiniones. No siempre queda claro si estratégicamente eligen no decir lo que piensan o si no saben qué pensar. Sus disidencias se ponen de manifiesto en estados afectivos que expresan en la consulta, como enojos y resentimientos personales, más que en diferencias de criterio u opinión.
Pueden traer diagnósticos médicos de estrés, agotamiento, ansiedad, depresión; pueden llegar a la consulta por derivación médica. Pero, en la mayoría de los casos, el motivo de consulta no es nada de lo hasta aquí señalado: concurren cuando alguna situación existencial los sobrepasa: fallecimiento de un ser querido, divorcios o problemas de pareja, rápido crecimiento laboral con responsabilidades que temen no poder cumplir, dificultades en la crianza de los hijos, limitaciones para resolver cuestiones prácticas de la vida doméstica.
Cuando se les pregunta si están deprimidos o tristes, suelen sorprenderse por esta distinción. Da la impresión de que hubieran hecho sinónimos tristeza y depresión. Es importante que quien recibe la consulta no piense o actúe en espejo, naturalizando esa sinonimia. Tampoco se debe descartar la posibilidad de una depresión. Pero, si bien la mayoría de las depresiones suelen cursar tristezas, no todas las tristezas forman parte de una depresión. Es importante estar advertidos, ya que la medicalización de la tristeza puede formar parte de las múltiples estrategias de las ortopedias sociales que los dispositivos biopolíticos médicopsicológicos suelen implementar.
Estas modalidades existenciales parecen ser más frecuentes en jóvenes de ambos sexos –tanto “heterosexuales” como “homosexuales”– que organizan su vida amorosa en relaciones con algún estilo de conyugalidad o convivencia. Parecen no presentarse tan a menudo en jóvenes cuyos encuentros y vínculos sentimentales o eróticos se establecen desde estilos menos estructurados.
En un dispositivo psicoanalítico en situación de grupo, donde habitualmente trabajo con abordajes psicodramáticos, integrantes de diferentes generaciones desarrollaban un ejercicio en el que hacían de animales en una selva: los más jóvenes componían sus animales muy estéticamente, también marcaban territorio, pero no interactuaban. Quien sí lo hacía era una integrante de aproximadamente 50 años, que buscaba jugar con otros; intentaba movimientos de cooperación, pelea, apareamiento. Y los demás la veían con extrañeza o molestia. “Demasiado intensa”, dijeron. Tal vez se estaban poniendo en acto dos modalidades (¿generacionales?) diferentes en la configuración y estilos del lazo social.
En otro ejercicio psicodramático, cada uno debía pelear por ingresar a un círculo mientras los demás ofrecían resistencia. Una de las participantes, que habitualmente se presentaba más bien apagada, en este caso peleó con mucha energía por su lugar y, al terminar la dramatización, expresó un entusiasmo que nunca le habíamos visto. Fue quizá la experiencia física del júbilo: los cuerpos en contacto, en interacción, jugando, peleando, tratando de ganar, vitalizaron y encendieron a la participante habitualmente apática, ¿gris?
En una sesión de trabajo psicodramático en una maestría en la UBA, un alumno del interior habló del aislamiento que sufría en la institución. Propuso una escena donde, en el hall de la facultad, todos pasaban sin mirarlo. Cuando llega la ronda de comentarios, otros participantes le señalaron: “Intentábamos mirarte, pero vos pasabas como mirando la pantalla de la computadora”. Interesante situación, cuyo argumento implícito podría ser: “Me parece que nadie me mira, pero no tengo registro de que yo no miro a nadie”; o bien, “como nadie me va a mirar, mejor no miro a nadie”. Esta distinción generó en él, y también en otros participantes, conexiones con diversas situaciones propias; se manifestaron variadas tonalidades emocionales y la mayoría expresó la necesidad de hablar de sus aislamientos.
Como puede advertirse en los ejemplos, no se trata de inaugurar nuevas entidades clínicas; en todo caso, las características subjetivas de las que se trata conllevan particulares estilos de sufrimiento o malestar. Por eso prefiero hablar de modalidades existenciales, estilos de vida, compatibles con distintas estructuras clínicas. Y es posible hacer algunas inferencias, provisorias. Tal vez estemos en presencia de un modo de subjetivación de estos tiempos: esas vidas grises se desarrollan sin haber tenido que enfrentar demasiadas adversidades materiales; lo valorado es la vida en armonía, la ausencia de conflicto o confrontación. En general, como hijos fueron cuidados, sin marcadas carencias materiales ni afectivas; parecerían no haber necesitado ejercer la rebeldía adolescente: pero pueden quedar fácilmente sobrepasados aun por las contingencias cotidianas de la vida. Como si estuvieran preparados para responder dentro de lo que se espera de ellos, pero no para enfrentar obstáculos ni, mucho menos, la dura lucha por la vida.
Estas modalidades existenciales despliegan un tipo particular de estilística de la existencia (en los términos en que lo plantea Michel Foucault en Historia de la sexualidad): su estilo es hacer lo que se espera, vivir en lo que es, vivir con lo dado –que en lo económico y lo cultural puede no ser poco–. Como si la construcción de las propias experiencias, la transformación o innovación en las propias condiciones de existencia no fuese algo anhelado o valorado. “Nunca me hice la rata”, dice un analizante, sin nostalgia ni orgullo. Nunca se le ocurrió. Es lo que es.
Una treintañera, al expresar sus dudas respecto de tener hijos, argumentaba estar muy en desacuerdo con la forma como sus amigas y amigos criaban a sus hijos. Decía que llevaban a los niños a todos lados, que no resguardaban espacios exclusivos de la pareja, a diferencia de lo que sí habían hecho sus padres y los amigos de sus padres. Cuando le pregunté por qué ella no podría criar los suyos según su criterio, respondió: “No, ahora es así”.
Un joven estudiante se reprochaba evitar encontrarse con un amigo muy querido. El amigo pertenecía a una familia atravesada por una historia bastante trágica: “Cuando habla de sus dramas familiares es un bajón. ¡Todo muy denso!”. Es frecuente en los últimos años que futuras madres, con excelentes coberturas médicas, desde las primeras consultas soliciten al obstetra que el parto se planifique por cesárea. Muestran su desinterés por una experiencia “demasiado intensa”.
Parecería que en estos imaginarios juveniles se instituye un rechazo, de orden valorativo y también estético, ante las experiencias cuya intensidad implique fuertes afectaciones emocionales, sentimentales o corporales. En contraposición, lo valorado es aquello que no presente excesos: de alegría, de tristeza, de dolor físico; angustias, situaciones trágicas, etcétera. Lo excesivo sería percibido como inadecuado, antiestético, peligroso, siempre en riesgo de instaurar adicción. En cambio, lo que está bien, lo que hay que lograr es que nada se salga de cauce; tener todo bajo control, tranquilo. Entonces, a la pregunta “¿Cómo estás?”, la respuesta es: “Todo bien, todo tranquilo”. “Tranquilo” significa como lo opuesto a denso, intenso. Y no deja de llamar la atención que el indicador de un bienestar se configure naturalizando su relación con la tranquilidad.
A la vez, parece ausente la idea de tomar desafíos o el anhelo de hacer, construir, experimentar las propias experiencias; como si no supieran o no se animaran a hacer las cosas a su manera, por su cuenta y riesgo. En vez de experimentar, se trataría de hacer lo que se estila, como si el argumento implícito fuera: “Si sigo la norma de lo que es de uso, no me equivocaré ni seré criticado”. En esta suerte de sobreconformidad, o conformidad sobrante o plusconformidad, queda sin despliegue una importante y significativa región del sí mismo, la de la experiencia de sí, que se despliega y consolida cuando se distingue entre las acciones propias y las de los otros. Este no es un tema menor, ya que se trata de procedimientos indispensables en los procesos de singularización.
La dificultad de configurar el campo de experiencias obstaculiza o imposibilita la posibilidad de componer mundo, el propio mundo. No componer mundo es andar por la vida sin brújula. Una opción puede ser colgarse del mundo que otro ha compuesto o circunscribirse disciplinadamente a las obligaciones laborales o domésticas, no salir de las rutinas cotidianas, vivir a través o dentro del mundo de los hijos o achicar la circulación por la vida tanto como sea posible, de modo tal de suponer que así todo estará bajo control. Se trata de evitar imprevistos, conflictos, intensidades, porque no se sabe si se podrá responder. Son los costos de vivir en una existencia que no se ha contribuido a crear.
La experiencia de sí no es algo dado, sino que se produce en el “entre”, entre el sujeto y los otros, y para crearla, es central el valor de lo ilusional. La inquietud por innovar, por apostar a poner lo ilusional en acción, es lo opuesto a vivir con lo dado e implica ponderar o valorar el buscar las acciones con los otros, entrelosotros.
Puede decirse que la tensión entre creación personal y conformidad social está presente y opera en todos nosotros. Pero, en estos modos de subjetivación en plusconformidad, el polo conformidad se ha establecido como predominante. Cuando las configuraciones subjetivas operan bajo la fuerte predominancia de este polo de la tensión, se despliegan malestares y padecimientos bastante característicos.
Las personas en las que se bloquea el ida y vuelta de la tensión conformidadinvención suelen manifestar agotamiento, contracturas musculares a repetición, estrés y diversas expresiones de disconformidad consigo mismas. Suelen evidenciar abatimientos que no se circunscriben sólo a estados de decaimiento corporal, sino que parecerían involucrar la tonalidad de sus existencias: son vidas grises.
En su disposición a responder excesivamente a la demanda, padecen el temor de que no van a poder responder eficientemente a los requerimientos, y la vivencia de que la realidad las sobrepasa o aplasta. En muchos casos presentan dificultades de concentración, inquietud, impaciencia, ansiedad. Los llamados cuadros de estrés pueden poner de manifiesto procesos de subjetivación en los que responder excesivamente a la demanda (las más de las veces, imaginaria o autoconstruida) genera desconexión con las propias necesidades, gustos, anhelos, elecciones.
Cuando contracturas, cefaleas y estrés no alcanzan, ya que hay que afrontar alguna realidad “demasiado intensa”, suelen desbordarse en crisis de ansiedad o angustia. La “crisis de pánico” puede estar a la puerta. En situaciones como duelos o accidentes graves, es tal la dificultad o el temor de conectarse con su dolor psíquico que extreman sus esfuerzos para lograr que su vida cotidiana continúe sin ninguna alteración. Estos maltratos sobre sí mismos son significados por sus protagonistas como méritos personales: “¡Pude seguir con todo lo que tenía que hacer!”.
* Extractado de Jóvenes de vidas grises. Psicoanálisis y biopolíticas, de reciente aparición (Ed. Nueva Visión).

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