sábado, 10 de agosto de 2013

Porque el amor que armoniza sexo, ternura y amistad, que reúne presente y proyecto, equivale a habitar al otro.

Es tan fácil enamorarse y tan difícil amar…

Las relaciones de Pareja son algo que a todos nos interesa, puesto que todos tendemos, hemos tenido o tenemos relaciones de pareja, bien sea hombre-mujer, hombre-hombre o mujer-mujer. Todas las reflexiones que puedan salir sobre el tema, aquí tendrán su acogimiento, y es de interés general, no solo lo que podamos escribir al respecto, sino lo que todos podamos aportar.
Es tan fácil enamorarse y tan difícil amar. Es tan fácil enamorarse una noche de luna llena; dejarse seducir por un discurso transgresor en un amanecer de bohemia, por una comida íntima a la luz de una vela, por una discusión política acalorada, por unos brazos que nos encierran en la tibieza de unas sábanas al amanecer, por un beso que nos sabe a eternidad en una fría noche gris…
Es tan fácil enamorarse y tan difícil amar… Es que la intensidad amorosa que caracteriza el enamoramiento no está hecha para durar sino para hechizarnos, para romper súbitamente la trama de la cotidianidad y provocar una revolución cuya expresión francesa popular, tomber amoureux, traduce a la perfección.
En el enamoramiento, el imaginario arcaico toma la delantera y abre la puerta al deseo de fusión que permite esta sensación de intensidad amorosa, de éxtasis que da lugar a la ilusión de poder por fin perderse en el otro.
La Pareja, es lo que esta en crisis hoy día, la comunicación y el conocimiento del otro, antes de establecer relaciones de cara a una vida ,es fundamental tal y como siempre lo ha sido, pero hoy día aún más, puesto que la igualdad en derechos y obligaciones que se establece como base hoy día en el seno de la Pareja, hará que nada esté preestablecido sino más bien en el respeto al otro en todas las dimensiones de la persona.
El respeto al otro es consecuencia del conocimiento del otro, no sólo del conocimiento que se estableció cuando se conocieron, sino del des-conocimiento de ese otro, en la evolución de la persona y de su personalidad a lo largo del tiempo. Establecemos como base que las personas evolucionan y no son las mismas a lo largo del paso del tiempo.
Pero para bien o para mal, aprendemos demasiado rápidamente que el otro subsiste siempre en su diferencia, hecho que nos ubica frente a la falta, a la carencia; el otro, decía Sartre, representa el límite de mi libertad… Y es entonces cuando puede llegar el amor.
Este encuentro mágico de los primeros días, de los primeros meses, no puede durar porque descansa sobre algo incontrolable, algo precario y frágil, ese algo tan difícil de definir que llamamos intensidad amorosa. Y todos, todas, sabemos que la intensidad amorosa no sobrevive a los ronquidos del segundo año de convivencia, al pijama -esa prenda tan absolutamente antiestética y matapasiones -, a las neurosis de los lunes por la mañana, al llanto nocturno del primer hijo, al mal genio menstrual y a las cuentas de los servicios que vuelven más regularmente que la misma menstruación…
Esto requiere una puntualización y un “reconocimiento” continuo del otro, basado en el diálogo, en donde la escucha ha de ser un continuo permanente, que debe partir del interés por el otro, no sólo basado en el amor pasional o romántico, sino en el interés por la persona a la que nos hemos unido por amor.
Lo que se establece en el amor romántico o enamoramiento de los primeros momentos, no sirve como base para el conocimiento del otro, ya que se trata de sentimientos que anulan la voluntad e incluso la objetividad para la escucha y el conocimiento más en profundidad del otro. Son momentos de romanticismo, en los que se está en un estado alterado de consciencia muy “arrebatador”, que hace que uno no piense más que en lo maravilloso del otro ser, y en los maravillosos momentos que pasan juntos, pero en el que no se conoce a la persona en su realidad holística, en su totalidad.
La intensidad amorosa no se ajusta al matrimonio, teme la institucionalidad, sospecha de toda normatividad, de toda ritualización y finalmente muere de tedio. A menos de saber hacerle trampa a la muerte, la cotidianidad casi siempre decepciona si la comparamos con el encuentro de los inicios, con la intensidad amorosa de los primeros meses. Y, claro, es difícil aceptar que, después de haber vivido un deseo tan loco, transparente e intenso, uno se instale con el otro, con la otra, en una especie de semideseo. La intensidad amorosa pocas veces cumple sus promesas. Pero el amor está… y el amor, cuando sabemos amansarlo, cuando aprendemos a dialogar con él, a nutrirlo del mundo exterior, puede cumplir sus promesas. Es un ejercicio sumamente difícil pero posible, siempre y cuando uno esté dispuesto a considerar esta mutación del enamoramiento en el amor, no como una degradación sino como un posible enriquecimiento mutuo.
Partimos de la base de que en una relación de pareja hay tres vidas: la vida de uno, la vida del otro y la vida que tienen en común. Y las vidas particulares de cada uno han de ser negociadas, aceptadas y respetadas por el otro.
Es el tema de la confianza y entramos en el tema del respeto al territorio particular de cada uno. La territorialidad es importante a tener en cuenta y facilitará una mejor convivencia, además de evitar incomodidades que puedan desembocar en considerar al otro como un “intruso” en nuestra vida, en vez de un compañero solidario o un aliado. Tiene que ver con el respeto al otro del que hablábamos antes.
De quién nos enamoramos. A quién escogemos para amar. Por qué escogemos a ese “quien”. Qué es aquello que nos enamora de un otro o de una otra. Por qué todos lo sabemos, no siempre se escoge lo que más conviene (!), no siempre ésta decisión es la más acertada.
Nos enamoramos de algo encantador allá afuera, pero también desde mi vacío interior escojo al compañero o compañera. Mezcla de situaciones absolutamente impredecibles que por lo tanto pueden modificarse. Y puede entonces cambiar el amor de mi vida porque yo cambio y porque él o ella cambian. Lo que hoy es, mañana puede no serlo sin que esta circunstancia descalifique lo vivido y lo sentido.
El problema radica cuando a nombre del tiempo, a nombre de lo entregado a la relación, queremos “exigir” prolongación cuando ya dejó de ser lo que antes fue. Sin embargo, la vigencia de la pregunta continúa: ¿de qué nos enamoramos?
El amor se expresa con intensidad, con frenesí. El erotismo y la ternura convergen en la persona elegida, descubriendo en la sexualidad una plenitud antes desconocida. No sólo el cuerpo del otro sino también el propio adquieren una densidad diferente; la vergüenza pierde su razón de ser. Pero no es este amor típico del enamoramiento, donde la intimidad de dos personas parecería colmarlo todo, el que alimentará esa relación para siempre. Para que la pareja crezca, se complejice y se estabilice será necesario que el amor deje la primavera e ingrese en un campo donde el compromiso, lo simbólico, lo institucional y el principio de realidad le otorguen una coherencia que lo haga perdurable.
Del éxito de este pasaje de la fascinación narcisista y espléndida a la relación con otro real y semejante pero diferente dependerá el carácter de trascendente que pueda tener el amor. Entendiendo por esto la jerarquización de lo común no sólo como tal, sino como más valioso que lo estrictamente personal. El amor creativo y maduro, que hoy más que nunca reconoce en el placer y en el goce un ingrediente indispensable, supera caprichos y, en último término, espacios de poder privados, para alcanzar a sentir el vértigo del salto al otro.
Somos inquilinos del secreto parcialmente revelable de nuestra pareja, dándole vida y alojando en nosotros mismos al que hemos encontrado. Es como el verso del poeta, que adquiere su resonancia cuando es recitado por su destinatario. El amor, por lo tanto, no es un intercambio condicionado, no “te quiero a condición de que”. Sino que es entrega y es precisamente en la entrega de cada uno que se nutren mutuamente.
Porque el amor que armoniza sexo, ternura y amistad, que reúne presente y proyecto, equivale a habitar al otro.
El amor es también conocer y darse a conocer. Muchas de las relaciones que fracasan en la actualidad remiten a modalidades de vínculos en los cuales cada uno es dibujado desde la fantasía del otro en lugar de transitar la auténtica personalidad de cada uno. Por lo tanto, si hay fracaso, no hubo engaño sino simplemente caída de lo ilusorio. Cuando esta caída se produce, emergen el aburrimiento y la rutina en la pareja. Cuando ha cesado el proyecto común, cuando cada uno ha dejado de ser el que inquiete y estimule al otro, cuando el trato burocrático desterró a la seducción.
Un amor profundo se sostiene frente a frustraciones y puede reparar dolores a los que nos expone nuestra condición de humanos. Después de una relación amorosa somos más que antes. Hemos despertado aspectos hasta entonces dormidos en nosotros. El amor va a exigir creatividad.
El amor, entonces, va a exigir creatividad para aprender a jugar con los fantasmas que resultan de las historias de cada cual, aceptando con generosidad que ese otro soñado es un otro real y, por consiguiente, diferente. Reconocerse iguales en la diferencia es ya un inicio de crecimiento en este amor que nunca colma ni calma nuestras expectativas de eterna fusión con el otro. Se entiende, entonces, que lo que mata el amor es el mito del amor, es decir esta intensidad amorosa fusional que representa el imaginario por excelencia del amor.
Pero el amor no es ningún paraíso perdido; es un juego de sombras y luces, de complicidad e incomprensión, de frustraciones y alegrías, de cansancios y reencuentros de seres complejos y diferentes, que se desean y se hablan, se afrontan y se encuentran sin nunca fusionarse como lo quisiera el mito.
Es tan fácil enamorarse y tan difícil amar…

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